Arena en los bolsillos
A las puertas del instante estoy
Puntos suspensivos
viernes, 15 de diciembre de 2023
Después de la catarsis
jueves, 14 de diciembre de 2023
Conocí el abismo el año que aspirábamos a más...
No solo no me quise más, sino que me odié. Hablando de odios, mi madre odia pedir ayuda, y mucho más dar cualquier atisbo de pena. Por eso me pidió que le prometiera no volver a visitarla. No volver a pasar más noches en vela. Que la siguiente imagen que tuviera de ella fuese en casa. Recuperada. ¿Quién es ella para seguir tratándome como a una niña de 32 años? ¡Déjame hacerlo tal y como lo harías por mí! Su forma de no hacerme sufrir me reconcomía aún más. Pero ella no lo sabía, precisamente era yo quien no se lo decía. Y entre una y otra, la casa sin barrer. Posiblemente haya pocas decisiones más difíciles que contradecir a tus deseos con tal de no hacer sufrir a tu propia madre.
El año siguió adelante, como siguen las cosas que no tienen mucho sentido. Ardíamos en redes por aquello en lo que siempre creímos. Nos desengañamos de todo aquello que no relucía tan fucsia como parecía. Entendimos aquello de que un cielo en un infierno cabe. Latimos hasta en cabinas de dj's. Pero no dejaba de ser el año del abismo. De la incertidumbre y de santa impostora. De criterios cuestionables o comer dos veces al día si no había cosas más prioritarias que hacer, según mi mal entender. A veces me venían noticias tan maravillosas que realmente pensaba que no me las merecía. No sabría darte una respuesta objetiva, y eso sí que me jodía. Ese sentimiento de culpabilidad, que nunca se marchó del todo, volvía más fuerte que nunca. Aunque mi constante me acariciara el pelo antes de dormir susurrando que todo saldría bien, yo me mantenía firme en ser esa incrédula que se daba a aborrecer. Cada alegría acababa torciéndose de algún modo, al fin y al cabo porque yo las estrujaba en mi cabeza. Y me sentía aún peor por no saber valorar cada una de ellas. Instalada en el desastre, mirando a un lado y a continuar.
Pero chica, has publicado en el Hola!, algo habrás hecho bien en el camino. Aunque sea hacer fotos, ¿no?
Con el siguiente ingreso de mi madre tuve que parar. Decir "hasta aquí. No puedo seguir escribiendo. Ni puedo con la presión de a ver quién publica primero." Y lo mejor de todo: no pasó nada. La vida seguía, y lo que era impensable parecía real: la gente me comprendía. Por suerte algo había cambiado en ella respecto a la última habitación de hospital, pero también en mí. Mi madre volvió a necesitar agarrar mi mano cada noche. Sin importarle nada más. Por fin decidió pensar en ella. Y yo, por suerte, volví a sentirme completa. Pude hacerlo por ti.
A partir de ese momento, el aleteo de la mariposa hizo de las suyas. Una vez más. Y quizás hubo regalos que aparecieron en el instante preciso. O, simplemente, cuando he estado preparada para valorarlos. Desde girar la cabeza y descubrir que en la mesa de al lado hay una compañera que te estaba apoyando en silencio, hasta levantar el móvil y sonreír en mitad de una reunión. En la vida hay regalos tan inesperados que solo puedes tratarlos con normalidad para apreciarlos como se merecen. ¡Yuju!
...espera, ¿en qué momento sucedió eso?
Si vimos sombras, es que siempre hubo luz.
Porque hay gente que aunque no esté en la mesa de al lado, son capaces de colarse hasta en el baño con tal de sostenerte. O hacerte reír cinco minutos seguidos. De una u otra forma, parece que el baño siempre será buena opción. Por lo que sea. A veces me refugio en mensajes y los acabo releyendo por si se me olvidan, por si se arrepienten. Por si acaso no eran reales. O quizás por miedo a que desaparezcan. Otras veces no soy capaz de volver a esas palabras, por si la próxima vez me quedan grandes.
Hoy fue un día en el que tomar conciencia de que había personas que te arropaban, incluso sin ser consciente de que estuvieron siempre ahí. Quizás a veces hay que ser menos prudente para fijarte mejor en ellas. Echaba de menos salir de la cueva y escuchar esa voz diciendo: "con qué cariño guardo los tiempos que compartimos. Si me necesitas, llámame. Si estás cansada, envíamela que te la reviso."
Puede parecer una tontería, pero escribiendo recuerdo esas sensaciones que creía olvidadas. Sigo amando escribir. Por eso sigo siendo callada aunque me abra en canal. Una persona a la que admiro demasiado me dijo hace mucho tiempo: "me gusta cuando escribes porque consigues que quien te lee se identifique con esas mismas palabras." Pocos cumplidos se asemejan a ese cuando admiras tanto la escritura.
Sigo frente a esta pantalla, que ya no asusta en blanco. Pienso en personas que se fueron y en las que se quedaron para siempre. El futuro parpadea a lo lejos, entre las paredes de una fachada que asoma bajo las montañas. La Universidad también era eso, fachadas distinguidas por las luces que proyectan. Echaré de menos las vistas desde aquí.
Pero me quedo con las manos que no me dejarán caer.
Todo parecía una fotografía más...
viernes, 1 de enero de 2021
A veces me da pereza pensar en estas fechas. Cada Navidad solía ser idéntica a la anterior, con los mismos rostros, los mismos reproches y el mismo cariño. El olor a la comida en casa de mi abuela, los aplausos cuando celebrábamos no ser los últimos en llegar. Con una mano poner la mesa y con la otra escribir sms a toda la agenda del teléfono, y más allá. Intentando que cada mensaje fuera el más bonito que fuesen a recibir esa noche. Las mismas sillas, aunque cada año fuese sobrando más sitio. Todo intacto. Pero te haces mayor, supongo, y descubres con perspectiva en qué consiste ser familia. O la amistad. O cómo nace el amor.
«Las palabras del año pasado pertenecen al lenguaje del año pasado. Las palabras del próximo año esperan otra voz.»
(T. S. Eliot)
Un próximo 2021. Un 2020 del que se han dicho tantas cosas.
El año que tumbó nuestros calendarios. El año de la mirada. El año en el que vivimos tras el cristal. Desde una aparente protección que da esa transparencia, hecha a medida. Ese refugio en el que, con suerte, podemos llamar hogar. Lejos de las raíces, pero en un continuo bucle. Un bucle en el que me veo como un desastre ante el espejo. Una rutina de qué hacer si no puedo dormir = amanecer tras una pantalla. Dormir, despertar, mirar el móvil, “no me escribe nadie”, volver al ordenador. Leer. Escribir. Volver a leer la mierda que escribiste. A veces también me gustaba hablar con personas cercanas, solo por contar lo que me ha pasado por la cabeza. Personas hoy verdaderas, a las que agradezco cada palabra y cada silencio, incluso hablando sola. Al menos así la vida iba pasando. A veces, pasando sin nosotros.
Rescato un email de mayo en el que escribí que no creía que hiciera falta una pandemia para que algunos tirasen de egoísmo o simpleza, tal y como se ha visto últimamente, pero que pretendía intentar mirar más allá de cualquier filtro. Quedarme con ciertos momentos de esperanza y de liberación de ese sentimiento de cautividad. El afecto sobre todo, el ver los ojos de un amigo, el abrazarnos con la mirada, o incluso el ser partícipe del crecimiento de un sobrino. La calma es mayor con tan solo saber quiénes estarán ahí, quiénes estarán al otro lado.
«Y entonces te das cuenta: casi nada de lo que creías esencial, nada material, ha superado el límite de los tiempos remotos. Todo lo que llevas cabe en la palma de tu mano. Es suficiente. Es todo.»
(Ferdinando Scianna)
Este año quizás ha mermado mi capacidad de sorprenderme, pero a veces me da por pensar en cómo serán las cosas en ese momento. Lo que llaman “el día después”. Hace tiempo que no estáis aquí, y me da vértigo no saber dónde mirar cuando volváis a decir mi nombre. Después de todo, ¿huiremos del miedo? ¿nos pesará el desasosiego? ¿sabré volver a abrazarte lo suficiente? O, lo más importante: ¿seguirás ahí? En definitiva, todo lo que conforma el olor de una vida reconocible. Porque durante este tiempo ha cambiado el color, la intimidad, el amor. Aprendimos a respirar de nuevo, bajo otra esencia, en medio de una tempestad que olía a gel hidroalcohólico. Nos hablaban de burbujas, de círculos cerrados, pero en esa intersección he sentido un vacío del que ahora saco muchas respuestas. Y no una simple lista de propósitos de año nuevo. Porque me hace gracia pensar en esa cierta esperanza que nos rodea, en la que dejarán de ocurrir adversidades solo porque un 0 cambie a un 1.
Ojalá menos pantallas. Ojalá más risas, de las de verdad. Ojalá echaros menos de menos. Empezar a asumir que cambio de década, que me emociono con suma facilidad y que me parezco cada vez más a mi madre. Tampoco me imaginaba que se podría sentir aún más orgullo hacia mis padres y hacia toda su entereza. Ser consciente de que cada precariedad que a veces roba más que un virus.
Y tener más dudas, más indignación de las que te hacen gritar contra la televisión y contra la injusticia en general. Despeinados y, cuando se pueda, también viajando. Y, en definitiva, juntos. Con salud, y que sigamos sobreviviendo emocionalmente.
Como quien vuelve a casa.
Como los abrazos cumplidos. Una salvación en tantas ocasiones.
«Y cuando todo el mundo se iba
y nos quedábamos los dos
entre vasos vacíos y ceniceros sucios,
qué hermoso era saber que estabas
ahí como un remanso,
sola conmigo al borde de la noche,
y que durabas, eras más que el tiempo,
eras la que no se iba.»
(Julio Cortázar)
¿Cuánta distancia puede caber entre nosotros?
miércoles, 6 de mayo de 2020
Algo parecido me pasa hoy. El hecho de que otra persona pueda leerme me produce un pudor y un desasosiego que me remueve. Que me hace seguir escribiendo. Últimamente oscilo entre la calma de estar en casa, la quietud de los días, y el deseo de futuro. La suerte de poder contar con él, o de simplemente poder estar escribiendo estas palabras. Huyendo de toda capa superficial, del maquillaje en el que nos escondemos por rutina, hasta que incluso nos asfixia. Desahuciados. La cara y su cruz. La angustia de querer ayudar en la distancia o de simplemente estar al otro lado. Los días sin retorno. El eterno recuerdo de los reencuentros. Toda la vida esperando... y no saber muy bien a qué. Todo para poder soportar la incertidumbre. Porque llevo días pensando en lo que sientes, pero no ha sido hasta hoy cuando lo he visto tan claro.
Contigo es todo más fácil. Como cuando llegaba el día de la madre y te dibujaba. Hoy sé que para ti era el mejor regalo del mundo. Sé también que disimulas perfectamente, pero en pequeños detalles yo también sé pillarte. Como cuando te alejas del teléfono para que no te oiga llorar. Cuando das rodeos para contarme que te preocupa que hoy tampoco papá haya ido a trabajar. Que a la vez te preocupa que lo haga. Que tienes miedo por el futuro, precisamente porque tenemos ráfagas que nos recuerdan al pasado. Que sales a cuentagotas y ahora te altera no poder hacerlo. Y yo, que tengo todas las dudas, veo cómo otros solo escupen certezas. Es ahí, justo en ese momento, cuando me siento fracasar. Porque parece que el miedo se comunica en un instante, con ese toque justo de atrevimiento... aunque, por desgracia, en ocasiones no recuerdas que de peores hemos salido. Vivimos 1998, 2006, 2009 y 2018. Años en los que también supimos qué era estar en casa. Cuando aprendí qué era la resignación y el colegio tenía temporadas a distancia. Cuando en cada regreso a clase, en cada reencuentro, en cada justificante en mano, volvían los nervios de un primer día. Como cuando nos dividían en gimnasia: qué más daba encestar, si yo lo que quería era coger esa pelota. Había algo que me hacía ser fuerte, una y otra vez. Y aún no sé explicarlo. Ahora recuerdo con ternura las lágrimas a escondidas cuando se olvidaban de mi nombre de una falta a otra. Por eso quizás quería tan rápido a todo el que se lo aprendía a la primera.
Y pese a que hoy vivimos con la diferencia de no poder abrazarnos como entonces, al menos te ilusiona salir a tomar el sol en la ventana. Asomarte a las 20:05 para preguntarme si te he visto en algún directo que graben en Facebook. Y cómo negarlo si me lo preguntas con la misma ilusión de si volvieras a ser niña, aunque nuestro balcón salga borroso en cámara. Es en ese rato absurdo cuando nos sentimos más cerca. Y que lloramos al colgar el teléfono. Porque ahí solo necesito tu nombre para despojarme de cualquier cosa. Parece un vacío, pero es que está tan lleno...
Aún hay días en los que me siento fracasar. En los que vivir de números, de libros, de harina o de Netflix no basta. Porque no sé qué decirte cuando te desesperas con las noticias, cuando dices que un año para ti es demasiado tiempo, que es un esfuerzo mayor, que dices tener muchos a la espalda. Días en los que no sabes muy bien qué les vamos a dejar a los que acaban de llegar. Que esto te recuerda a lo que ya vivimos años atrás y de lo que hoy hablamos con el alivio, y a la vez cansancio, del que acaba de superar una carrera de fondo. Pero te confieso que no quiero la tristeza. En ti tampoco. Que te enviaría la esperanza de pensarte en lo peor de un desastre. De trepar por tu recuerdo y aburrirme contigo. Reírnos en las historias que escribiremos cualquiera de estos días. Y que, cuando todo esto acabe, nos quede la memoria. Siempre en estado de espera. No hará falta mayor gesto de emoción.