Siempre que escribo me gusta refugiarme en las palabras, darles un significado. Expresar todo lo que se me pase por la cabeza y nunca tengo ocasión de decir. Creo que en ese momento me siento realmente libre.
Algo parecido me pasa hoy. El hecho de que otra persona pueda leerme me produce un pudor y un desasosiego que me remueve. Que me hace seguir escribiendo. Últimamente oscilo entre la calma de estar en casa, la quietud de los días, y el deseo de futuro. La suerte de poder contar con él, o de simplemente poder estar escribiendo estas palabras. Huyendo de toda capa superficial, del maquillaje en el que nos escondemos por rutina, hasta que incluso nos asfixia. Desahuciados. La cara y su cruz. La angustia de querer ayudar en la distancia o de simplemente estar al otro lado. Los días sin retorno. El eterno recuerdo de los reencuentros. Toda la vida esperando... y no saber muy bien a qué. Todo para poder soportar la incertidumbre. Porque llevo días pensando en lo que sientes, pero no ha sido hasta hoy cuando lo he visto tan claro.
Contigo es todo más fácil. Como cuando llegaba el día de la madre y te dibujaba. Hoy sé que para ti era el mejor regalo del mundo. Sé también que disimulas perfectamente, pero en pequeños detalles yo también sé pillarte. Como cuando te alejas del teléfono para que no te oiga llorar. Cuando das rodeos para contarme que te preocupa que hoy tampoco papá haya ido a trabajar. Que a la vez te preocupa que lo haga. Que tienes miedo por el futuro, precisamente porque tenemos ráfagas que nos recuerdan al pasado. Que sales a cuentagotas y ahora te altera no poder hacerlo. Y yo, que tengo todas las dudas, veo cómo otros solo escupen certezas. Es ahí, justo en ese momento, cuando me siento fracasar. Porque parece que el miedo se comunica en un instante, con ese toque justo de atrevimiento... aunque, por desgracia, en ocasiones no recuerdas que de peores hemos salido. Vivimos 1998, 2006, 2009 y 2018. Años en los que también supimos qué era estar en casa. Cuando aprendí qué era la resignación y el colegio tenía temporadas a distancia. Cuando en cada regreso a clase, en cada reencuentro, en cada justificante en mano, volvían los nervios de un primer día. Como cuando nos dividían en gimnasia: qué más daba encestar, si yo lo que quería era coger esa pelota. Había algo que me hacía ser fuerte, una y otra vez. Y aún no sé explicarlo. Ahora recuerdo con ternura las lágrimas a escondidas cuando se olvidaban de mi nombre de una falta a otra. Por eso quizás quería tan rápido a todo el que se lo aprendía a la primera.
Y pese a que hoy vivimos con la diferencia de no poder abrazarnos como entonces, al menos te ilusiona salir a tomar el sol en la ventana. Asomarte a las 20:05 para preguntarme si te he visto en algún directo que graben en Facebook. Y cómo negarlo si me lo preguntas con la misma ilusión de si volvieras a ser niña, aunque nuestro balcón salga borroso en cámara. Es en ese rato absurdo cuando nos sentimos más cerca. Y que lloramos al colgar el teléfono. Porque ahí solo necesito tu nombre para despojarme de cualquier cosa. Parece un vacío, pero es que está tan lleno...
Aún hay días en los que me siento fracasar. En los que vivir de números, de libros, de harina o de Netflix no basta. Porque no sé qué decirte cuando te desesperas con las noticias, cuando dices que un año para ti es demasiado tiempo, que es un esfuerzo mayor, que dices tener muchos a la espalda. Días en los que no sabes muy bien qué les vamos a dejar a los que acaban de llegar. Que esto te recuerda a lo que ya vivimos años atrás y de lo que hoy hablamos con el alivio, y a la vez cansancio, del que acaba de superar una carrera de fondo. Pero te confieso que no quiero la tristeza. En ti tampoco. Que te enviaría la esperanza de pensarte en lo peor de un desastre. De trepar por tu recuerdo y aburrirme contigo. Reírnos en las historias que escribiremos cualquiera de estos días. Y que, cuando todo esto acabe, nos quede la memoria. Siempre en estado de espera. No hará falta mayor gesto de emoción.
Algo parecido me pasa hoy. El hecho de que otra persona pueda leerme me produce un pudor y un desasosiego que me remueve. Que me hace seguir escribiendo. Últimamente oscilo entre la calma de estar en casa, la quietud de los días, y el deseo de futuro. La suerte de poder contar con él, o de simplemente poder estar escribiendo estas palabras. Huyendo de toda capa superficial, del maquillaje en el que nos escondemos por rutina, hasta que incluso nos asfixia. Desahuciados. La cara y su cruz. La angustia de querer ayudar en la distancia o de simplemente estar al otro lado. Los días sin retorno. El eterno recuerdo de los reencuentros. Toda la vida esperando... y no saber muy bien a qué. Todo para poder soportar la incertidumbre. Porque llevo días pensando en lo que sientes, pero no ha sido hasta hoy cuando lo he visto tan claro.
Contigo es todo más fácil. Como cuando llegaba el día de la madre y te dibujaba. Hoy sé que para ti era el mejor regalo del mundo. Sé también que disimulas perfectamente, pero en pequeños detalles yo también sé pillarte. Como cuando te alejas del teléfono para que no te oiga llorar. Cuando das rodeos para contarme que te preocupa que hoy tampoco papá haya ido a trabajar. Que a la vez te preocupa que lo haga. Que tienes miedo por el futuro, precisamente porque tenemos ráfagas que nos recuerdan al pasado. Que sales a cuentagotas y ahora te altera no poder hacerlo. Y yo, que tengo todas las dudas, veo cómo otros solo escupen certezas. Es ahí, justo en ese momento, cuando me siento fracasar. Porque parece que el miedo se comunica en un instante, con ese toque justo de atrevimiento... aunque, por desgracia, en ocasiones no recuerdas que de peores hemos salido. Vivimos 1998, 2006, 2009 y 2018. Años en los que también supimos qué era estar en casa. Cuando aprendí qué era la resignación y el colegio tenía temporadas a distancia. Cuando en cada regreso a clase, en cada reencuentro, en cada justificante en mano, volvían los nervios de un primer día. Como cuando nos dividían en gimnasia: qué más daba encestar, si yo lo que quería era coger esa pelota. Había algo que me hacía ser fuerte, una y otra vez. Y aún no sé explicarlo. Ahora recuerdo con ternura las lágrimas a escondidas cuando se olvidaban de mi nombre de una falta a otra. Por eso quizás quería tan rápido a todo el que se lo aprendía a la primera.
Y pese a que hoy vivimos con la diferencia de no poder abrazarnos como entonces, al menos te ilusiona salir a tomar el sol en la ventana. Asomarte a las 20:05 para preguntarme si te he visto en algún directo que graben en Facebook. Y cómo negarlo si me lo preguntas con la misma ilusión de si volvieras a ser niña, aunque nuestro balcón salga borroso en cámara. Es en ese rato absurdo cuando nos sentimos más cerca. Y que lloramos al colgar el teléfono. Porque ahí solo necesito tu nombre para despojarme de cualquier cosa. Parece un vacío, pero es que está tan lleno...
Aún hay días en los que me siento fracasar. En los que vivir de números, de libros, de harina o de Netflix no basta. Porque no sé qué decirte cuando te desesperas con las noticias, cuando dices que un año para ti es demasiado tiempo, que es un esfuerzo mayor, que dices tener muchos a la espalda. Días en los que no sabes muy bien qué les vamos a dejar a los que acaban de llegar. Que esto te recuerda a lo que ya vivimos años atrás y de lo que hoy hablamos con el alivio, y a la vez cansancio, del que acaba de superar una carrera de fondo. Pero te confieso que no quiero la tristeza. En ti tampoco. Que te enviaría la esperanza de pensarte en lo peor de un desastre. De trepar por tu recuerdo y aburrirme contigo. Reírnos en las historias que escribiremos cualquiera de estos días. Y que, cuando todo esto acabe, nos quede la memoria. Siempre en estado de espera. No hará falta mayor gesto de emoción.
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