¿Cuánta distancia puede caber entre nosotros?

miércoles, 6 de mayo de 2020

Siempre que escribo me gusta refugiarme en las palabras, darles un significado. Expresar todo lo que se me pase por la cabeza y nunca tengo ocasión de decir. Creo que en ese momento me siento realmente libre.

Algo parecido me pasa hoy. El hecho de que otra persona pueda leerme me produce un pudor y un desasosiego que me remueve. Que me hace seguir escribiendo. Últimamente oscilo entre la calma de estar en casa, la quietud de los días, y el deseo de futuro. La suerte de poder contar con él, o de simplemente poder estar escribiendo estas palabras. Huyendo de toda capa superficial, del maquillaje en el que nos escondemos por rutina, hasta que incluso nos asfixia. Desahuciados. La cara y su cruz. La angustia de querer ayudar en la distancia o de simplemente estar al otro lado. Los días sin retorno. El eterno recuerdo de los reencuentros. Toda la vida esperando... y no saber muy bien a qué. Todo para poder soportar la incertidumbre. Porque llevo días pensando en lo que sientes, pero no ha sido hasta hoy cuando lo he visto tan claro.

Contigo es todo más fácil. Como cuando llegaba el día de la madre y te dibujaba. Hoy sé que para ti era el mejor regalo del mundo. Sé también que disimulas perfectamente, pero en pequeños detalles yo también sé pillarte. Como cuando te alejas del teléfono para que no te oiga llorar. Cuando das rodeos para contarme que te preocupa que hoy tampoco papá haya ido a trabajar. Que a la vez te preocupa que lo haga. Que tienes miedo por el futuro, precisamente porque tenemos ráfagas que nos recuerdan al pasado. Que sales a cuentagotas y ahora te altera no poder hacerlo. Y yo, que tengo todas las dudas, veo cómo otros solo escupen certezas. Es ahí, justo en ese momento, cuando me siento fracasar. Porque parece que el miedo se comunica en un instante, con ese toque justo de atrevimiento... aunque, por desgracia, en ocasiones no recuerdas que de peores hemos salido. Vivimos 1998, 2006, 2009 y 2018. Años en los que también supimos qué era estar en casa. Cuando aprendí qué era la resignación y el colegio tenía temporadas a distancia. Cuando en cada regreso a clase, en cada reencuentro, en cada justificante en mano, volvían los nervios de un primer día. Como cuando nos dividían en gimnasia: qué más daba encestar, si yo lo que quería era coger esa pelota. Había algo que me hacía ser fuerte, una y otra vez. Y aún no sé explicarlo. Ahora recuerdo con ternura las lágrimas a escondidas cuando se olvidaban de mi nombre de una falta a otra. Por eso quizás quería tan rápido a todo el que se lo aprendía a la primera.

Y pese a que hoy vivimos con la diferencia de no poder abrazarnos como entonces, al menos te ilusiona salir a tomar el sol en la ventana. Asomarte a las 20:05 para preguntarme si te he visto en algún directo que graben en Facebook. Y cómo negarlo si me lo preguntas con la misma ilusión de si volvieras a ser niña, aunque nuestro balcón salga borroso en cámara. Es en ese rato absurdo cuando nos sentimos más cerca. Y que lloramos al colgar el teléfono. Porque ahí solo necesito tu nombre para despojarme de cualquier cosa. Parece un vacío, pero es que está tan lleno...

Aún hay días en los que me siento fracasar. En los que vivir de números, de libros, de harina o de Netflix no basta. Porque no sé qué decirte cuando te desesperas con las noticias, cuando dices que un año para ti es demasiado tiempo, que es un esfuerzo mayor, que dices tener muchos a la espalda. Días en los que no sabes muy bien qué les vamos a dejar a los que acaban de llegar. Que esto te recuerda a lo que ya vivimos años atrás y de lo que hoy hablamos con el alivio, y a la vez cansancio, del que acaba de superar una carrera de fondo. Pero te confieso que no quiero la tristeza. En ti tampoco. Que te enviaría la esperanza de pensarte en lo peor de un desastre. De trepar por tu recuerdo y aburrirme contigo. Reírnos en las historias que escribiremos cualquiera de estos días. Y que, cuando todo esto acabe, nos quede la memoria. Siempre en estado de espera. No hará falta mayor gesto de emoción.

En el frío de la noche

martes, 21 de enero de 2020


Allí. Donde tus ojos toman forma.

Labios rojos. Cimas de curva y asfalto. De grises y sombras reflejadas en nuestros cuerpos. Ni siquiera te conocía, pero jugábamos a entrecruzar estas miradas inevitables. Una simple distracción que me hacía olvidar el fracaso de la noche anterior o las horas ancladas al trabajo. Cada fiesta era diferente. Revolvíamos el hielo con versos, danzábamos entre números o nos perdíamos entre recuerdos. Hasta la luz huía del escándalo de nuestros juegos. No importaba nada más. Lo importante era volver. Jugar, bailar, la particular costumbre de buscarse entre la gente. 

Cierro los ojos, suenan rugidos, tal vez latidos, queman, escuecen, duelen. Eres tú. Te pienso, me calmo,  me olvido. Todo lo que incitaba a reencontrarnos se encontraba en esa misma sala, meciéndose entre las luces y levitando al ritmo de la música. Como esas sombras que jugaban a morderse, mientras nosotros escapábamos al compás. Noche tras noche, entre palabras escritas al aire y plasmadas a tu espalda. Un gesto, un mordisco, un empujón. Lo de afuera ya no interesaba. 

Una sombra titila, se dispersa, se extiende por el suelo y vuelve a empezar. Los huesos sobresalen, las pupilas se dilatan. Y escucho voces que gritan, callan, ladran y aúllan como lobos hambrientos. Hablan de dinero, de hacerse adulto, de madurar, de hacer lo que se debería hacer. 

Que esperen. Los niños que habitaron en nosotros hace tiempo que marcharon. Te encuentro buscando en tu memoria el momento en el que cambiaste el zumo por cerveza. Y cuando evaporas la última gota, tomas conciencia de que esa infancia se ha ido, de que inevitablemente la quisiste echar a patadas.

¿Qué será de nosotros cuando también pase el tiempo por nosotros, cuando crucemos aceras para evitarnos? ¿Qué sucederá cuando nos miremos desde la distancia y agachemos la mirada? Mientras tanto, allí estabas. Porque eras quien no se iba, justo al borde de la noche, entre copas vacías y ceniceros tan llenos. Entre toda esta gente, cuerpos juntos al cabo y para siempre.

Cuántas veces me habrás hablado aquí dentro, y qué pocas habré escuchado tu voz. La voz que no escuché en todos esos cuerpos, nunca descubiertos pero siempre recordados. Cuánta rabia desprendía tu cuerpo. Cuánta melancolía las luces encendidas, la música apagada, los límites y esa carne putrefacta que voy dejando tras de mí. Aún nos veo y me estremezco. Miran, señalan, se ríen, me pierdo. Esa satisfacción de ser tan imprescindibles como inalcanzables. Porque ya nunca volveremos a estar tan vivos como hoy.

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