Allí.
Donde tus ojos toman forma.
Labios
rojos. Cimas de curva y asfalto. De grises y sombras reflejadas en nuestros
cuerpos. Ni siquiera te conocía, pero jugábamos a entrecruzar estas miradas
inevitables. Una simple distracción que me hacía olvidar el fracaso de la noche
anterior o las horas ancladas al trabajo. Cada fiesta era diferente. Revolvíamos
el hielo con versos, danzábamos entre números o nos perdíamos entre recuerdos.
Hasta la luz huía del escándalo de nuestros juegos. No importaba nada más. Lo
importante era volver. Jugar, bailar, la particular costumbre de buscarse entre
la gente.
Cierro
los ojos, suenan rugidos, tal vez latidos, queman, escuecen, duelen. Eres tú.
Te pienso, me calmo, me olvido. Todo lo
que incitaba a reencontrarnos se encontraba en esa misma sala, meciéndose entre
las luces y levitando al ritmo de la música. Como esas sombras que jugaban a
morderse, mientras nosotros escapábamos al compás. Noche tras noche, entre
palabras escritas al aire y plasmadas a tu espalda. Un gesto, un mordisco, un
empujón. Lo de afuera ya no interesaba.
Una
sombra titila, se dispersa, se extiende por el suelo y vuelve a empezar. Los
huesos sobresalen, las pupilas se dilatan. Y escucho voces que gritan, callan,
ladran y aúllan como lobos hambrientos. Hablan de dinero, de hacerse adulto, de
madurar, de hacer lo que se debería hacer.
Que
esperen. Los niños que habitaron en nosotros hace tiempo que marcharon. Te
encuentro buscando en tu memoria el momento en el que cambiaste el zumo por
cerveza. Y cuando evaporas la última gota, tomas conciencia de que esa infancia
se ha ido, de que inevitablemente la quisiste echar a patadas.
¿Qué
será de nosotros cuando también pase el tiempo por nosotros, cuando crucemos
aceras para evitarnos? ¿Qué sucederá cuando nos miremos desde la distancia y
agachemos la mirada? Mientras tanto, allí estabas. Porque eras quien no se iba,
justo al borde de la noche, entre copas vacías y ceniceros tan llenos. Entre
toda esta gente, cuerpos juntos al cabo y para siempre.
Cuántas
veces me habrás hablado aquí dentro, y qué pocas habré escuchado tu voz. La voz
que no escuché en todos esos cuerpos, nunca descubiertos pero siempre
recordados. Cuánta rabia desprendía tu cuerpo. Cuánta melancolía las luces
encendidas, la música apagada, los límites y esa carne putrefacta que voy
dejando tras de mí. Aún nos veo y me estremezco. Miran, señalan, se ríen, me
pierdo. Esa satisfacción de ser tan imprescindibles como inalcanzables. Porque
ya nunca volveremos a estar tan vivos como hoy.